Ella, con su
cabello teñido, hacía un gran esfuerzo por cancelar la tarifa que el peluquero
aumentaba semanalmente, su rostro ya tenía varias arrugas evidenciando el paso
del tiempo por allí, era de esas personas que han sufrido tanto en la vida que
olvidaron cómo sonreír, y en sus rostros quedaron tatuadas la tristeza y la
preocupación. Tenía 4 hijos, varones, dos de ellos colaboraban con ella cada
vez que la inflación, los impuestos y el hampa se lo permitían, uno le regalaba
un techo y el otro, el menor, preocupaciones, alegrías y compañía. Su esposo,
el único hombre que amó en toda su vida, había muerto hacía ya una década
dejándole algo de dinero y una depresión que se mantuvo intacta hasta el día en
el que sus pulmones dejaron de aspirar el aire contaminado de la ciudad. Tenía varios nietos no llevaba la cuenta
porque siempre le gustó adoptar hijos, primos, nietos y sobrinos ajenos y se le
confundía el cálculo de los de sangre y los de corazón. Dios bendijo sus manos
era hábil para la cocina, la costura y la enfermería, se había desvelado por
tantas fiebres, curado tantas heridas y sanado tantas enfermedades que el
título no le hacía falta. Su sabiduría no provenía de libros de texto,
universidades costosas o conferencias internacionales, su sabiduría se llamaba
intuición y sexto sentido maternal.
Su hijo menor,
aquel que vino al mundo cuando las esperanzas de reproducción habían terminado,
razón por la cual iluminó y llenó de color su vida de una manera un tanto más
especial. La llenó, en proporciones similares, de alegrías y preocupaciones
desde su concepción. Con aquella sabiduría que la caracterizaba observó en él
algo diferente, aunque prefería engañar a su instinto negando ese sentimiento,
sin embargo los psicólogos, charlas, conversaciones y frases como
"contrólate" y "sé fuerte" eran el pan de cada día para
este niño.
Él también lo sentía,
esos deportes que su padre tanto deseaba que practicara, no le apetecían, los
juegos masculinos le parecían aburridos,
odiaba sentirse sucio, se miraba constantemente en el espejo, robaba las
cremas de su madre, se preocupaba por la ropa y los zapatos, le gustaba
combinar e imaginar, jugaba con las muñecas de sus primas y tenía actitudes que
fueron reprimidas por los golpes, disgustos y frases de sus padres y las burlas
e insultos de sus compañeros de clases.
Lleno de
sentimientos reprimidos y atropellados llegó a la pubertad totalmente
confundido, el amor lo trató bien, era lindo sus inmensos, pícaros y adorables
ojos, sus comentarios y frases jocosas y los detalles que tenía hacia sus
amigas lo hacía un buen partido, el único problema era que aquellas curvas de
las féminas, el busto pronunciado y labios carnosos no llamaban su atención,
prefería barbas, manos suaves y grandes y lentes de pasta; se sentía culpable
cuando venían pensamientos de ese tipo a su mente, pensaba en su mamá que tanto
le preocupaba y en su papá, ya muerto, y lo decepcionado que estaría de él.
Llegó a la
universidad, pasó su etapa de pubertad con algunas lágrimas y desilusiones,
conoció nuevas amistades que comprendieron su situación y lo ayudaron a
entender quién era y que no estaba mal ser así, lo llevaron a fiestas y
reuniones y al fin sintió que pertenecía a algún lugar. Su madre aún no lo
comprende, según ella, cree en Dios, sus hermanos prefieren ignorar aquella
confesión que él les propinó, sus amigos lo aceptan y le recuerdan que este
mundo también fue hecho para él, su día a día ya no es confusión pero si una
larga aceptación.
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